Envío a todo México

EL NORTE

Los talleres de la vida

Las letras de Ricardo Elizondo Elizondo viven.

El pionero de la narrativa del desierto ofrece en Los talleres de la vida -a la manera de George Perec en «La vida: instrucciones de uso»- un territorio en que confluyen vidas diversas, aunque intentó ir más allá: en vez de un edificio, como en la novela de culto del francés, el regiomontano trazó una colonia, con calles, escuelas, negocios, iglesias y parques, y en la que cada uno de las decenas de personajes es descrito en sus obsesiones y conflictos.

Por cortesía del Fondo de Cultura Económica, Fondo Editorial de Nuevo León y el Tec de Monterrey se presenta un fragmento de la primera de las dos novelas que el escritor, fallecido el 24 de agosto del 2013, dejó inéditas.

La novela se presenta hoy en la FIL, a las 19:30 horas, Sala 102 de Cintermex

RICARDO ELIZONDO ELIZONDO

I
LA NOCHE ANTERIOR: DE LAS 20 A LAS 23 HORAS
-¿Cómo quieres el huevo? -de pie al frente de su casa, bajo la abrasadora oscuridad del anochecer canicular, Estela, la esposa de Julián Ortega, llamaba a su hijo-. ¡Jesús Manuel, te estoy hablando! ¿Cómo quieres el huevo?

-iNo quiero huevo! -respondió gritando un niño moreno, bañado en sudor, desde el redondel de la luz del foco del poste, a media cuadra de distancia.

-iVen para acá, muchacho atrasado, ya es hora de cenar! -Estela se metió a su casa sintiendo el golpe de calor detenido.

Unas cuadras más allá, Sandra, la hija mayor de Roberto y Cupertina Anguiano, ponía un comal en una hornilla y meneaba en otra la fritura de papas con tomates. Hasta la cocina llegaba atenuado el canto de las niñas que jugaban en la calle a Los talleres de la vida.
Vamos a ver

los talleres de la vida

que hacen así,

así las peinadoras -imitaban a Miriam Danilo-,

así las peinadoras

y así me gusta a mí.

Vamos a ver

los talleres de la vida

que hacen así así,

los cantineros

-imitaban a Jiménez-,

así los cantineros

y así me gusta a mí.
-¡Papá, ya está la cena! -Roberto, en camiseta, sentado bajo la parra del patio, dejó a un lado el librito de ajedrez del que ensayaba jugadas, apagó la luz y se fue a la cocina.

Estela en su casa, frente a Jesús Manuel sentado a medias sobre una pierna, le sirvió un huevo frito y una cucharada de frijoles. Apenas iba a darle el vaso de leche fría cuando, cruzando la desolación de su patio y metiéndose por la ventana de la co-cina, le llegaron los gritos airados de Rosita Alvarado, su vecina del fondo.

-¡Cabrón es lo que eres! ¡Infame y arrastrado, poco hombre! ¡Ya me tienes cansada! ¿Por qué bebes tanto? ¡Te has vuelto un animal! ¡Que te atienda tu abuela! -al sonido del trancazo de la puerta mosquitero, que se oyó como bofetada, siguió un rechinar furioso de las llantas del coche de Sam.

-¡Come despacio, Jesús Manuel! ¡Acábate la leche! ¿A dónde vas con tanta prisa? -Estela, sin desatender a su hijo, tenía el oído bien puesto en dirección a la casa de Rosita y Samuel, pero ya no se oyeron más voces, sólo el poderoso chorro de la manguera chocando contra los arbustos y sobre las banquetas. Imaginó a Rosa encendida de furor desquitándose el coraje con azotes de agua. Luego de la estampida de Jesús Manuel hacia la calle -con ese calor no lo podía detener dentro, ni siquiera con la televisión-, tomó el mismo plato y se sirvió un poco de huevo, otro tanto de frijoles y una taza de café, todo sin dejar de poner atención hacia la oscuridad del fondo.

-Rosita no anda bien -le comentó más tarde a su marido, a la hora de acostarse-, desde que dio los chicotazos cada vez se oye más nerviosa, más enojada, más desesperada.

-Y a ti qué te importa -le contestó Julián.

-Bueno, es una conversación, si no quieres, ya no te cuento nada.

INDAGACIONES SOBRE EL ENTORNO: COLONIA AMPLIOS LLANOS Y ABUNDANTES MONTES

En 1940, toda aquella tierra de la colonia y sus alrededores era una espaciosa llanura, amplia como la esperanza y dilatada hasta las faldas de los cerros. Además engañosa, porque era mucho más grande de lo que se calculaba a simple vista; mediría quince kilómetros de profundidad por diez de anchura. La hermosa planicie estaba ocupada por abundantes montes, más altos que un hombre a caballo, tan silvestres aún que entre los matorrales de acacias y retamas podían encontrarse viejos encinos de cien años, infinidad de gruesos mezquites y un mar de retorcidos huizaches. Por esa naturaleza le viene el nombre a la colonia: Amplios Llanos y Abundantes Montes. Pero muy pronto las arboledas desaparecieron por la insaciable devastación de los muy humildes y de los muy ricos; son de nadie, pensaban ambos, y los talaban para cocer elotes los unos, o para fraccionar con saña los otros. Si la ambición hubiera estado algo contenida, bien podían haberse conservado algunas hectáreas de un bosque magnífico, que poco a poco fue mermando, pero que todavía en la década de los sesenta sobrevivía en aislados trozos, sobre todo en torno a los riachuelos. El esposo de Estela, Julián Ortega, sacó de por esos lares los costales de boñiga que desgraciaron su jardín.

Desiertas letras
Junto a Jesús Gardea, Daniel Sada, Severino Salazar y Gerardo Cornejo, Ricardo Elizondo Elizondo (Monterrey, 1950-2013) abrió una brecha clave en la literatura mexicana, con obras que, al tiempo, serían definidas como «Narrativa del desierto».

Nadie como Elizondo para explorar historia, usos y costumbres de la frontera norte.

Pudo haber escrito más ficción de no ser porque su faceta de historiador y divulgador le llenó parte de la vida intelectual. Es autor de Relatos de mar, desierto y muerte (1980), Setenta veces siete (1987), Maurilia Maldonado y otras simplezas (1988) y Narcedalia Piedrotas (2002).